miércoles, 24 de junio de 2009

El trono

Cuando llegamos al departamento resaltaba, a mitad de la habitación, una columna envuelta por una cortina de flores naranjas, verdes y amarillas que ocultaba el excusado más surrealista que hubiéramos visto en toda nuestra vida.

Miré la cara de sorpresa de Gustavo y él la mía. Comenzamos a reír. Supongo que nos imaginamos mutuamente sentados en ese cetro de colores que adornaba la habitación.

Por un arrebato de ansiedad nos mudamos al siguiente día. No teníamos más que un colchón mugroso –cómplice de las fugas de clases para tener sexo a todas horas–, un escritorio en donde trabajábamos cuando no había más remedio que cumplir con los deberes escolares y dos libreros pequeños que mi padre me regaló antes de irse a Canadá. Algunos platos y vasos se colaron en una caja, aunque casi nunca los usábamos.

El primer día, Gustavo se quedó frente al excusado por varios minutos, era imposible ignorarlo. Aún nos causaba mucha gracia, pero nuestras carcajadas tenían ya matices de preocupación, pues seguro ambos pensábamos en el incómodo momento en que tuviéramos que utilizarlo.

Gustavo fue el primero en estrenarlo. Bebimos mucha cerveza para festejar nuestra nueva guarida y, de pronto, la consecuencia diurética no se hizo esperar. Ni siquiera se molestó en cerrar la cortina que envolvía el cetro y, desde el escalón que iniciaba el ascenso hacia la taza, se desabrochó el pantalón y arrojó el líquido ámbar, provocando un estruendo que se magnificaba exageradamente debido a la falta de muebles en el departamento. Yo no podía contener la risa hasta que también tuve que hacer uso de tan magnífica silla, o más bien, fingir que hacía uso de ella, pues el salpicadero de Gustavo no me dejaba otra opción que esforzarme para no mojarme demasiado.

Las cosas se fueron complicando cuando quisimos hacer otro tipo de necesidades. A pesar de querer demostrar la mutua confianza, curiosamente al día siguiente amanecimos estreñidos y ninguno utilizó el trono multicolor. Disimuladamente, pretextamos ir al Sanborns para ver si los libros estaban en oferta y, de paso, ambos fuimos al baño antes de ir a la facultad.

Sin embargo, después, cuando no encontramos ningún pretexto coherente para salir o cuando acabábamos de hacer el amor, tuvimos que hacer uso del excusado central. Era gracioso escuchar un par de pedos amplificados mientras intentaba leer un libro de lingüística o, de pronto, detectar como dos objetos largos se sumergían en el agua a la par de la última estrofa de un verso de Paz. No podía evitar el imaginarme toda la escena, así que optaba por salir a la tienda a comprar cigarros.

Poco después, con el tiempo, logramos que ese ritual ya no fuera tan desagradable, pues al estar sentados en el trono –como le llamaba Gustavo– quedábamos directamente en dirección del balcón. Así que dejamos de envolvernos con las flores plásticas y observamos lo que sucedía fuera del edificio. Entonces, la experiencia se convertía en desahogo y contemplación. Dejábamos abierto para oxigenar el lugar pero también porque se fue convirtiendo en una necesidad para cagar mejor.

Observábamos la vida de los inquilinos de enfrente. Las peleas entre esposos que terminaban en arrebatos pasionales. A veces, sólo veíamos cómo las mujeres tendían la ropa en la azotea, los niños llorando por un juguete raptado por otro niño, los perros ladrando desde su encierro. En ocasiones, mientras yo usaba el baño, Gustavo se sentaba en una distancia prudente y ambos contemplábamos el cielo e imaginábamos lo que haríamos en unos años, luego de que termináramos la facultad. Curiosamente, mientras alguno de los dos cagaba, soñamos la mejor parte de nuestra vida juntos: el viaje de iniciación en Cuba, el orgasmo sincronizado en la torre Eiffel, la foto durante una barca en Venecia, las calles de Italia, los puentes. Pronto el acto de cagar resultó ser tan importante como el acto de amor y los orgasmos se daban tanto al penetrar como al expulsar y fueron tan intensos como indispensables.

La decadencia comenzó con una salmonelosis severa de Gustavo. Los sueños eran interrumpidos por espasmos continuos que no dejaban que los planes fluyeran armónicamente. Cuando yo estaba imaginando un orgasmo a la mitad de algún carnaval, Gustavo me respondía con unos quejidos que en nada se asemejaban a los provocados por el placer.

Todo se trastocó desde ese día. Gustavo y yo comenzamos a perder nuestra compatibilidad para hacer el amor, y ninguno de los dos podía llegar al orgasmo al mismo tiempo que el otro. Si yo soñaba con ir a un país cálido, él quería imaginarse en un lugar con nieve, hasta que, de pronto, a mí me daban ganas de ir al baño cuando no estaba y él comenzó a ir frecuentemente al Sanborns.

Gustavo se fue un día con lluvia. Cuando llegué al departamento sólo encontré las últimas colillas de sus cigarros en el cenicero del baño, seguramente soñó con los paisajes suecos mientras se descargaba por última vez, rodeado de la cortina floreada, yo intenté alcanzarlo y afinar la puntería para soñar con el mismo lugar, pero no pude, un cólico me impidió concentrarme y preferí cerrar los ojos para no pensar.