lunes, 25 de febrero de 2008

Pequeña ruptura silenciosa

Te sientas en la última fila del teatro, no quieres que nadie te observe, no quieres que nadie note tu presencia. Ya fue hecha la primera llamada. Miras las cabezas que entorpecen tu vista, diversos matices en el cabello, varias formas en las nucas, todas te muestran su rotunda indiferencia. Sientes pena por todos ellos, pero en realidad sientes pena por ti mismo, por esa sensación de continua soledad, de ser un exiliado, no sólo aquí ni allá, sino de todos lados. Segunda llamada, el malestar comienza a hacerse más intenso, observas a todos los que te rodean, platicando, riendo, algunos otros simplemente esperando, igual que tú lo haces, sólo que ellos esperan la vida, tú, la muerte.
¡Tercera llamada. Tercera!

El telón se levanta descubriendo la penumbra de la escena, dos cuerpos desnudos, entrelazados, sobre la cama que navega por el piso. Los sexos están desnudos, empañados de sudor. Las cabezas en uno y otro extremo de la cama. El silencio sólo es roto por los jadeos evanescentes. Cada uno piensa en el vacío escondido en su memoria, ambos saben que la separación está decidida.
Ella recuerda todos los lugares que no visitaron, Macondo y la playa del sur; lamenta los enojos absurdos y piensa en los detalles que se fueron acumulando, las pláticas pospuestas por huidas intempestivas, las fiestas no compartidas, las parrandas contadas desde el auricular a kilómetros de distancia. Miró a su alrededor, las paredes mal pintadas, manchadas con ríos de mugre deslavada a causa de las goteras, y con huecos que se llenaron con proyectos de color e imágenes.
Él intenta mantener su mente en blanco pero las contradicciones no aceptan posponer la discusión interna, no duda de sus sentimientos pero el atentado a su libertad alerta su instinto, aún hay tiempo de volar hacia la nada. Sólo se escucha silencio en la habitación.

El ruido de una envoltura de celofán distrae la atención de Roberto, hurga entre las sombras para encontrar al desdichado que interrumpe ese trozo de vida representado, ese fragmento que tanto se parece a él y también a ella, recuerda a Silvana, ahora ausente, en adelante ausente. Oculta su enojo tras un carraspeo que se escucha en la sala, pero nadie se inmuta, es sólo un ruido más, sin importancia, el silencio vuelve a inundarlo todo.
Roberto desiste en hacer algo más drástico, vuelve la vista hacia el escenario: Ella es tan perfecta, delgada, tan suave, casi puede sentirla en sus manos, el calor de su cuerpo, de sus labios húmedos y carnosos; él le pasa el brazo por la cintura, ella se acomoda en su pecho.
Roberto con el corazón en estruendo

El tiempo pasa silencioso, se escuchan unos latidos cerca de Ella, afina más el oído, salen del corazón que reposa junto, le dice que lo ama pero las palabras vuelan por el aire sin que Él las escuche desde sus sueños, o al menos eso finge. Ella se voltea y cierra los ojos, Él mira el techo tan alto, le gustaría verlo todo desde arriba o desde fuera, como en una obra de teatro, en donde no tuviera que sentirse vacío y temeroso de sus acciones. No era fácil dejarla cuando aún la amaba tanto. Sin embargo la decisión no tenía vuelta atrás, Él no quería contarle su vida paso a paso, ni con quién estaba ni a dónde iba, tampoco le gustaba salirse de sus reuniones por tener que ir con ella, no quería obligarse a verla.
Ella se ha quedado dormida. Él está hincado a su lado. Observa la cintura delineada, su espalda que le platica de la eternidad.

Roberto presiente lo que sigue en la obra, lo sabe, su respiración se agita. Siente la mirada furtiva de esas sombras que lo juzgan, le miran de reojo, piensan que está loco, qué tipo tan raro, deberían restringir la entrada a estos maniacos que no saben comportarse en los lugares públicos.
La escena sigue, Él se incorpora, se dirige hacia el tocador.

Roberto avanzó y sacó las tijeras del cajón de costura de Silvana, dio media vuelta y se acercó sin hacer ruido.

Ya te has levantado de tu asiento, no puedes creer que tu vida esté siendo expuesta ante toda esa gente. Sientes que los más cercanos a ti voltean a observar tu recorrido. Llegas a las escaleras, te escondes en la penumbra, Él se ha detenido un momento, quiere observarla por última vez y recordarla tal y como ahora. Subes al escenario. Lo tomas por sorpresa, el desconcierto en su rostro. Rodeas el cuello, aprietas, después de algunos espasmos cae al suelo. Ella grita angustiada, nada de eso fue ensayado, pide auxilio, su voz quebrantada por el terror, se incorpora y corre, pero es inútil, las tijeras le desprenden una parte del cuello, la sangre mancha la duela, el público sigue atento, nadie se mueve de sus asientos, para ellos todo es parte del espectáculo.
El telón baja lentamente. Suenan los aplausos.

Itzel Saucedo Villarreal

Nacer de nuevo*

Luisa estaba sentada, concentrándose en la tarea que debía entregar al día siguiente. Su mamá y su tío veían en la televisión un programa acerca de los “sucesos sobrenaturales”. Luisa batallaba contra el impulso de voltear hacia el aparato y caer en la tentación extrema de mirar las imágenes. Optó por contar en voz alta y sumar los cinco que le restaban en la mano izquierda, luego, anotó el resultado en el cuaderno tan cuidadosamente forrado por ella.

Había comenzado a lloviznar. El cielo tronaba con fuerza y los relámpagos se colaban en el interior de las casas reblandecidas por la humedad. Luisa seguía contando sus dedos; el esfuerzo se multiplicaba al querer ignorar la tormenta que se desparramaba afuera. Entonces, escuchó un quejido leve, doloroso, casi imperceptible. Iba en el veinte cuando lo oyó de nuevo, esta vez era claro la pared se quejaba lastimosamente.
La madre llegó molesta al haberse visto en la necesidad de abandonar su lugar para averiguar la causa de los grito de la niña, quien explicó con detalles su actividad en el instante del lamento tras el muro. Ella comenzaba a fastidiarse cuando, después de un trueno, ambas escucharon un suspiro entrecortado. “Mejor continúa haciendo tu tarea en la sala, así no te darán miedo los relámpagos”, Luisa pensó que tal vez su madre no habría percibido el quejido pero cuando quiso insistir le apresuró hacia el cuarto húmedo de paredes descarapeladas “Anda, que ya regresan de los anuncios”. El tío ni siquiera parecía tener vida, inmóvil, con los ojos fijos en la caja que estaba frente a él, babeando la camisa. Nada extraño se volvió a escuchar en lo que sobró de la noche, sin embargo Luisa tuvo pesadillas y no pudo dormir bien. Amaneció temerosa, sin ganas de bajar las escaleras. Su madre la convenció a gritos y jalones.
La tarea esta vez no fue de matemáticas sino de español, pero eso no impidió que cuando Luisa estuviera buscando el verbo para preguntarle quién realizaba la acción, por respuesta escuchara un lamento que se le iba insertando desde la espalda hasta su oído, provocándole tal escalofrío que corrió hacia la cocina a refugiarse en la falda de su mamá.
Las pesadillas se repitieron, soñaba con una mujer que aparecía entre fulgores naranjas, su rostro era difuso, como cuando intentaba observar el sol radiante. Le decía algo que no comprendía, pero sabía que la llamaba; ya no le temió tanto.
En los días que siguieron, Luisa dejó de asustarse, ni siquiera cuando en la pared se iba filtrando el agua y formaba una silueta delgada que por momentos parecía incrustada en tercera dimensión. La niña buscó su sonrisa y la encontró, amplia, como la de su madmá antes de que se quedara sola con ella y su tío.
La madre no se extrañó de ver que su hija hablara sola, lo hacía desde pequeña pero tampoco se dio cuenta de la sombra que se iba esbozando en el muro doliente. Escuchaba a la niña cantar y carcajearse; también leía la tarea en voz alta sin desconcentrarse tanto a pesar de la televisión que se prendía todo el día para el hermano inútil.
Luisa preguntaba por el mundo lejano, la silueta le describía los valles de colores, las casas calientes, la música permanente.
-¿Y me puedes llevar a conocerlo?
- Puedes venir ahora
La niña se puso de pie y se acercó con cierta reserva a la pared húmeda. La tocó y sintió la humedad perforando su interior, abrió los ojos, observó a su tío, distante, en la otra habitación descarapelada, ahora ella sentía su cuerpo del mismo modo, estropeado y quebradizo, no podía voltear hacia la cocina para buscar a su madre quien seguía batallando con la estufa, luego miró a la mujer delgada, alta, recorriendo con la mirada a su alrededor, como si fuera la primera vez .
- ¿Y ahora cómo regreso?
­- Jamás lo haces.


Itzel Saucedo Villarreal


* Escrito bajo el auspicio de la beca Jóvenes Creadores del Fondo para la Cultura y las Artes de Puebla en su versión 1999-2000
Remedios Varo. Nacer de nuevo

lunes, 18 de febrero de 2008

Acecho


Gané el tercer lugar en el primer concurso convocado por Palabras Malditas (2007) con el cuento "Acecho". Para leerlo, click a la imagen