miércoles, 29 de septiembre de 2010
Banquete
Firulais se sentó, excitado por el olor, esperando que su amo le aventara un poco de aquello que devoraba con tanta devoción; ladeaba la cabeza, sacaba la lengua y emitía un leve quejido. Se acercaba un poco más.
–¿Quieres? –le dijo mientras movía un hueso con retazos de carne.
Un ladrido recibió por respuesta.
–¡Na! esto es demasiado bueno para ti, Firulais, es pura calidad, cortesía de mi jefe Domínguez.
Y el hombre continuaba retacándose los cachetes hasta compactar más las bolas de alimento.
Firulais descansó por un momento de su posición, casi resignándose, cuando el obeso le gritó nuevamente:
–¡Eah!, Firulais, qué, ¿no quieres comer?
Y el perro nuevamente se sentaba, sacaba la lengua y lo miraba, esperando el premio a su comportamiento.
–Espera un poco más, Firulais, ya casi… ¡Listo! ¡Todo tuyo!
El hombre acomodó una gran cantidad de huesos en una charola mientras Firulais daba vueltas de felicidad y ladraba como loco.
–Aquí tienes… –y le puso el traste en el suelo, todo un banquete para su perro fiel…
–¡Alto! ¡No se mueva! –Gritó un hombre encapuchado que le apuntaba con un rifle automático.
Mientras, otro soldado le retiraba el plato al perro. Lo único que quedaba del cuerpo del carnicero Domínguez.
miércoles, 14 de octubre de 2009
Práctica escolar
Wicca, la vampirita, llegó emocionada a la escuela por lo que traía en la maleta. Se acomodó en el pupitre compartido y observó al pequeño ratón blanco de su compañero. De las demás mochilas salieron pájaros, gatos, más roedores y uno que otro suculento bebé.
Cuando el maestro lo indicó, los pequeños clavaron sus filosos colmillos. Un crujir llamó la atención de todos. De la boca de Wicca se desprendía un hilito carmín. El betabel estaba delicioso.
jueves, 10 de septiembre de 2009
Extremidades
El detective entró a la habitación donde yacía el cuerpo desmembrado. El charco de sangre era extenso y el policía tuvo que aguantar las arcadas. Abrió el clóset. Ahí estaban las piernas, envueltas en plástico adherible. No lo soportó más.
En la sala estaba la esposa. Tenía el maquillaje corrido, los ojos hinchados y un pañuelo arrugado entre sus manos.
–Tenemos conocimiento de un percance previo que tuvieron con el homicida –dijo el investigador, leyendo su libreta de notas.
–Todo fue un malentendido, no lo habíamos visto y sin querer lo golpeamos con el carrito del súper. Martín trató de disculparse pero nada lo tranquilizaba. Incluso amenazó con aventar algunas cosas…
–¿Y su esposo hizo o dijo algo más? Algo que pudiera provocar…esto.
–– No. Después de todos los insultos, lo único que mi marido le contestó fue que ni en mil años se rebajaría a su nivel. De pronto se calmó, parecía desconcertado; se dio la vuelta y antes de salir nos dijo: “Eso lo veremos”.
–Detective, lo agarramos –interrumpió un policía– lo traemos en la patrulla.
En el automóvil estaba, esposado, Israel el enano.
Itzel Saucedo Villarreal
Pullitzer
El fotógrafo captura la imagen perfecta: un niño con el casco de un bombero, la mirada perdida. En segundo plano, las llamas devorando los escombros. La dramática foto sería famosa y su nombre, reconocido mundialmente.
–Sólo se salvó el niño. ¡Qué tragedia! –dice un tragafuegos con la voz ahogada.
–Sí, qué tragedia –le contesta.
Y en la bolsa del pantalón, sus dedos acarician una caja de cerillos.
miércoles, 24 de junio de 2009
El trono
Miré la cara de sorpresa de Gustavo y él la mía. Comenzamos a reír. Supongo que nos imaginamos mutuamente sentados en ese cetro de colores que adornaba la habitación.
Por un arrebato de ansiedad nos mudamos al siguiente día. No teníamos más que un colchón mugroso –cómplice de las fugas de clases para tener sexo a todas horas–, un escritorio en donde trabajábamos cuando no había más remedio que cumplir con los deberes escolares y dos libreros pequeños que mi padre me regaló antes de irse a Canadá. Algunos platos y vasos se colaron en una caja, aunque casi nunca los usábamos.
El primer día, Gustavo se quedó frente al excusado por varios minutos, era imposible ignorarlo. Aún nos causaba mucha gracia, pero nuestras carcajadas tenían ya matices de preocupación, pues seguro ambos pensábamos en el incómodo momento en que tuviéramos que utilizarlo.
Gustavo fue el primero en estrenarlo. Bebimos mucha cerveza para festejar nuestra nueva guarida y, de pronto, la consecuencia diurética no se hizo esperar. Ni siquiera se molestó en cerrar la cortina que envolvía el cetro y, desde el escalón que iniciaba el ascenso hacia la taza, se desabrochó el pantalón y arrojó el líquido ámbar, provocando un estruendo que se magnificaba exageradamente debido a la falta de muebles en el departamento. Yo no podía contener la risa hasta que también tuve que hacer uso de tan magnífica silla, o más bien, fingir que hacía uso de ella, pues el salpicadero de Gustavo no me dejaba otra opción que esforzarme para no mojarme demasiado.
Las cosas se fueron complicando cuando quisimos hacer otro tipo de necesidades. A pesar de querer demostrar la mutua confianza, curiosamente al día siguiente amanecimos estreñidos y ninguno utilizó el trono multicolor. Disimuladamente, pretextamos ir al Sanborns para ver si los libros estaban en oferta y, de paso, ambos fuimos al baño antes de ir a la facultad.
Sin embargo, después, cuando no encontramos ningún pretexto coherente para salir o cuando acabábamos de hacer el amor, tuvimos que hacer uso del excusado central. Era gracioso escuchar un par de pedos amplificados mientras intentaba leer un libro de lingüística o, de pronto, detectar como dos objetos largos se sumergían en el agua a la par de la última estrofa de un verso de Paz. No podía evitar el imaginarme toda la escena, así que optaba por salir a la tienda a comprar cigarros.
Poco después, con el tiempo, logramos que ese ritual ya no fuera tan desagradable, pues al estar sentados en el trono –como le llamaba Gustavo– quedábamos directamente en dirección del balcón. Así que dejamos de envolvernos con las flores plásticas y observamos lo que sucedía fuera del edificio. Entonces, la experiencia se convertía en desahogo y contemplación. Dejábamos abierto para oxigenar el lugar pero también porque se fue convirtiendo en una necesidad para cagar mejor.
Observábamos la vida de los inquilinos de enfrente. Las peleas entre esposos que terminaban en arrebatos pasionales. A veces, sólo veíamos cómo las mujeres tendían la ropa en la azotea, los niños llorando por un juguete raptado por otro niño, los perros ladrando desde su encierro. En ocasiones, mientras yo usaba el baño, Gustavo se sentaba en una distancia prudente y ambos contemplábamos el cielo e imaginábamos lo que haríamos en unos años, luego de que termináramos la facultad. Curiosamente, mientras alguno de los dos cagaba, soñamos la mejor parte de nuestra vida juntos: el viaje de iniciación en Cuba, el orgasmo sincronizado en la torre Eiffel, la foto durante una barca en Venecia, las calles de Italia, los puentes. Pronto el acto de cagar resultó ser tan importante como el acto de amor y los orgasmos se daban tanto al penetrar como al expulsar y fueron tan intensos como indispensables.
La decadencia comenzó con una salmonelosis severa de Gustavo. Los sueños eran interrumpidos por espasmos continuos que no dejaban que los planes fluyeran armónicamente. Cuando yo estaba imaginando un orgasmo a la mitad de algún carnaval, Gustavo me respondía con unos quejidos que en nada se asemejaban a los provocados por el placer.
Todo se trastocó desde ese día. Gustavo y yo comenzamos a perder nuestra compatibilidad para hacer el amor, y ninguno de los dos podía llegar al orgasmo al mismo tiempo que el otro. Si yo soñaba con ir a un país cálido, él quería imaginarse en un lugar con nieve, hasta que, de pronto, a mí me daban ganas de ir al baño cuando no estaba y él comenzó a ir frecuentemente al Sanborns.
Gustavo se fue un día con lluvia. Cuando llegué al departamento sólo encontré las últimas colillas de sus cigarros en el cenicero del baño, seguramente soñó con los paisajes suecos mientras se descargaba por última vez, rodeado de la cortina floreada, yo intenté alcanzarlo y afinar la puntería para soñar con el mismo lugar, pero no pude, un cólico me impidió concentrarme y preferí cerrar los ojos para no pensar.
lunes, 25 de febrero de 2008
Pequeña ruptura silenciosa
¡Tercera llamada. Tercera!
El telón se levanta descubriendo la penumbra de la escena, dos cuerpos desnudos, entrelazados, sobre la cama que navega por el piso. Los sexos están desnudos, empañados de sudor. Las cabezas en uno y otro extremo de la cama. El silencio sólo es roto por los jadeos evanescentes. Cada uno piensa en el vacío escondido en su memoria, ambos saben que la separación está decidida.
Ella recuerda todos los lugares que no visitaron, Macondo y la playa del sur; lamenta los enojos absurdos y piensa en los detalles que se fueron acumulando, las pláticas pospuestas por huidas intempestivas, las fiestas no compartidas, las parrandas contadas desde el auricular a kilómetros de distancia. Miró a su alrededor, las paredes mal pintadas, manchadas con ríos de mugre deslavada a causa de las goteras, y con huecos que se llenaron con proyectos de color e imágenes.
Él intenta mantener su mente en blanco pero las contradicciones no aceptan posponer la discusión interna, no duda de sus sentimientos pero el atentado a su libertad alerta su instinto, aún hay tiempo de volar hacia la nada. Sólo se escucha silencio en la habitación.
El ruido de una envoltura de celofán distrae la atención de Roberto, hurga entre las sombras para encontrar al desdichado que interrumpe ese trozo de vida representado, ese fragmento que tanto se parece a él y también a ella, recuerda a Silvana, ahora ausente, en adelante ausente. Oculta su enojo tras un carraspeo que se escucha en la sala, pero nadie se inmuta, es sólo un ruido más, sin importancia, el silencio vuelve a inundarlo todo.
Roberto desiste en hacer algo más drástico, vuelve la vista hacia el escenario: Ella es tan perfecta, delgada, tan suave, casi puede sentirla en sus manos, el calor de su cuerpo, de sus labios húmedos y carnosos; él le pasa el brazo por la cintura, ella se acomoda en su pecho.
Roberto con el corazón en estruendo
El tiempo pasa silencioso, se escuchan unos latidos cerca de Ella, afina más el oído, salen del corazón que reposa junto, le dice que lo ama pero las palabras vuelan por el aire sin que Él las escuche desde sus sueños, o al menos eso finge. Ella se voltea y cierra los ojos, Él mira el techo tan alto, le gustaría verlo todo desde arriba o desde fuera, como en una obra de teatro, en donde no tuviera que sentirse vacío y temeroso de sus acciones. No era fácil dejarla cuando aún la amaba tanto. Sin embargo la decisión no tenía vuelta atrás, Él no quería contarle su vida paso a paso, ni con quién estaba ni a dónde iba, tampoco le gustaba salirse de sus reuniones por tener que ir con ella, no quería obligarse a verla.
Ella se ha quedado dormida. Él está hincado a su lado. Observa la cintura delineada, su espalda que le platica de la eternidad.
Roberto presiente lo que sigue en la obra, lo sabe, su respiración se agita. Siente la mirada furtiva de esas sombras que lo juzgan, le miran de reojo, piensan que está loco, qué tipo tan raro, deberían restringir la entrada a estos maniacos que no saben comportarse en los lugares públicos.
La escena sigue, Él se incorpora, se dirige hacia el tocador.
Roberto avanzó y sacó las tijeras del cajón de costura de Silvana, dio media vuelta y se acercó sin hacer ruido.
Ya te has levantado de tu asiento, no puedes creer que tu vida esté siendo expuesta ante toda esa gente. Sientes que los más cercanos a ti voltean a observar tu recorrido. Llegas a las escaleras, te escondes en la penumbra, Él se ha detenido un momento, quiere observarla por última vez y recordarla tal y como ahora. Subes al escenario. Lo tomas por sorpresa, el desconcierto en su rostro. Rodeas el cuello, aprietas, después de algunos espasmos cae al suelo. Ella grita angustiada, nada de eso fue ensayado, pide auxilio, su voz quebrantada por el terror, se incorpora y corre, pero es inútil, las tijeras le desprenden una parte del cuello, la sangre mancha la duela, el público sigue atento, nadie se mueve de sus asientos, para ellos todo es parte del espectáculo.
El telón baja lentamente. Suenan los aplausos.
Itzel Saucedo Villarreal
Nacer de nuevo*
La madre llegó molesta al haberse visto en la necesidad de abandonar su lugar para averiguar la causa de los grito de la niña, quien explicó con detalles su actividad en el instante del lamento tras el muro. Ella comenzaba a fastidiarse cuando, después de un trueno, ambas escucharon un suspiro entrecortado. “Mejor continúa haciendo tu tarea en la sala, así no te darán miedo los relámpagos”, Luisa pensó que tal vez su madre no habría percibido el quejido pero cuando quiso insistir le apresuró hacia el cuarto húmedo de paredes descarapeladas “Anda, que ya regresan de los anuncios”. El tío ni siquiera parecía tener vida, inmóvil, con los ojos fijos en la caja que estaba frente a él, babeando la camisa. Nada extraño se volvió a escuchar en lo que sobró de la noche, sin embargo Luisa tuvo pesadillas y no pudo dormir bien. Amaneció temerosa, sin ganas de bajar las escaleras. Su madre la convenció a gritos y jalones.
La tarea esta vez no fue de matemáticas sino de español, pero eso no impidió que cuando Luisa estuviera buscando el verbo para preguntarle quién realizaba la acción, por respuesta escuchara un lamento que se le iba insertando desde la espalda hasta su oído, provocándole tal escalofrío que corrió hacia la cocina a refugiarse en la falda de su mamá.
Las pesadillas se repitieron, soñaba con una mujer que aparecía entre fulgores naranjas, su rostro era difuso, como cuando intentaba observar el sol radiante. Le decía algo que no comprendía, pero sabía que la llamaba; ya no le temió tanto.
En los días que siguieron, Luisa dejó de asustarse, ni siquiera cuando en la pared se iba filtrando el agua y formaba una silueta delgada que por momentos parecía incrustada en tercera dimensión. La niña buscó su sonrisa y la encontró, amplia, como la de su madmá antes de que se quedara sola con ella y su tío.
La madre no se extrañó de ver que su hija hablara sola, lo hacía desde pequeña pero tampoco se dio cuenta de la sombra que se iba esbozando en el muro doliente. Escuchaba a la niña cantar y carcajearse; también leía la tarea en voz alta sin desconcentrarse tanto a pesar de la televisión que se prendía todo el día para el hermano inútil.
Luisa preguntaba por el mundo lejano, la silueta le describía los valles de colores, las casas calientes, la música permanente.
- Puedes venir ahora
La niña se puso de pie y se acercó con cierta reserva a la pared húmeda. La tocó y sintió la humedad perforando su interior, abrió los ojos, observó a su tío, distante, en la otra habitación descarapelada, ahora ella sentía su cuerpo del mismo modo, estropeado y quebradizo, no podía voltear hacia la cocina para buscar a su madre quien seguía batallando con la estufa, luego miró a la mujer delgada, alta, recorriendo con la mirada a su alrededor, como si fuera la primera vez .
- Jamás lo haces.
Itzel Saucedo Villarreal
* Escrito bajo el auspicio de la beca Jóvenes Creadores del Fondo para la Cultura y las Artes de Puebla en su versión 1999-2000
lunes, 18 de febrero de 2008
Acecho
sábado, 26 de enero de 2008
Caja rusa
Ni siquiera yo puedo reconocerme. Un momento tengo los ojos azules, a un parpadeo se tornan negros y se ven cubiertos por una larga cabellera que luego cae íntegra en el piso del baño en donde él trata se suicidarme. Y cuando finalmente Julio logra decidir sobre la última imagen que veré antes de morir, él es convertido en un pintor que se llama Jesús, quien no ha salido de su casa en tres años debido a la tristeza que lo invade, porque el tiempo se ha detenido en su cuadro y ya no piensa más que en Aleyda, porque la ama y la odia por hacerlo olvidar que pintaba a un escritor rodeado de libros y dudas, postrado ante la hoja de papel rasgada innumerables veces, desesperado por no saber el color de sus ojos y si matará a Julio luego de no poder escribirlo y se sentará desesperada tratando de revivirlo después de morir así, cercenado por la línea asesina de una pluma que acaba de desparramarse.
Metamorfosis
Se tiró en el suelo, boca abajo, y sintió que su piel daba paso a la cáscara marrón que lo protegería de los malos tiempos. Sus extremidades también fueron cambiando y su frente se vio herida por dos delgadas antenas que se movieron –curiosas– buscando reconocer el mundo desde su nueva perspectiva. Pero su madrastra nada sabía de aquel secreto milenario, ni Goyito tuvo palabras para explicarlo; al momento de abrir la boca, la mujer –aterrorizada– lanzó un chanclazo certero que terminó súbitamente con la leyenda kafkiana.